Me atrajo, lo hizo desde el momento que la vi apoyada en la
barra de aquel bar, esperando con aire inocente a que le sirvieran su copa. Me
atrajo como la playa acoge al naufrago, como el hambre asalta al mendigo, lo
hizo con premura, con desazón, lo hizo a mi pesar. No debería haberme sentido así,
total yo solo había salido a dar una vuelta, a despejar un poco mi mente y
olvidarme por un rato de la universidad y los exámenes.
Me obligue a distraerme, a mirar alrededor, suplique a mi corazón
que domeñara su ritmo, lo intente pero no pude resistirme. Volví a mirarla, no
era alta ni baja, ni corpulenta ni delgada en exceso, en realidad hubiera sido
un chica de lo más normal de no ser por ese aura de seguridad que parecía rodearla,
por esa inexpresiva dulzura que pugnaba por asomarse sin consentimiento a sus ojos. Por alguna razón que
aun se escapa a mi entendimiento no podía despegar mi vista de su pecho, casi podía
imaginarme abrazándolo, deslizando mi lengua hasta esa frontera donde el torso
pierde su nombre, abandonándome a sus proporcionadas y fibrosas extremidades.
En el bar la música y el deseo se agitaron un cocktail explosivo
y, mi innata vergüenza me abandono; me acerque a ella, mire fijamente sus
marrones ojos y susurre mi nombre en su oído.
Su respuesta atravesó mi oído y desato un inesperado efecto en mi entrepierna.”Sofía,
me llamo Sofía” respondió,” ¿llevas un rato mirándome verdad?” pregunto. En
realidad más que una pregunta sonó a afirmación, una de esas que no albergan ningún
tipo de reproche sino que mas bien invitan a continuar. Directos y al grano, así
me gustaban a mí las chicas, en cierta manera todos buscamos ese desafío que
supone enfrentarte a lo diferente.
La mire, nos miramos durante un instante que pareció una
eternidad, el movimiento a nuestro alrededor pareció ralentizarse. La mire, nos
miramos, y el espacio entre nuestros labios se redujo considerablemente. Me
miro, nos miramos, y susurro: “vivo aquí cerca, ¿me acompañas?”. “Nada me gustaría
más” respondí sorprendido de mi propia osadía.
Ese fue el comienzo de la noche, el resto son fragmentos
vagando en mi memoria, retazos de un dormitorio y una cama, de un cuerpo que ardía
y del que no me creí capaz de despegarme.
Recuerdo su lengua
besando mi pene, endureciéndolo hasta extremos que nunca había conocido. Añoro
el instante en que mi lengua recorrió su fibroso torso, regocijándose en el reposo que su pecho me brindo, a mi cuerpo abandonado al cálido
refugio de sus extremidades. Aun me excito al pensar en los mil embates de mi
cuerpo sobre el suyo.
Sudor, sudor y sexo es el olor que deje atrás a la mañana
siguiente cuando abandone a hurtadillas aquella habitación. Ese mismo olor que
ni el frio de la mañana golpeando mis mejillas y devolviéndome a la realidad
pudo arrebatarme. Su olor, ese que busco en cada cama desde entonces.