El viejo miraba sin ver, vivía sin querer, sentía
sumido en la mas indolente espera; el viejo más bien parecía una figura de
cera, impasible, inmutable, sintiendo como la muerte se acercaba en su búsqueda
y sin fuerzas para escapar de ella. El tiempo lo había convertido en eso, un
viejo más, en una fría y aséptica cama de hospital, un ser desahuciado
aguardando el final, una vida acabada, incapaz de aportar nada.
Te aislaba al
mirarlo del estruendo de sonidos que el
hospital emitía, de alguna manera transmitía
una sensación de paz. No hablaba, quizá no tuviera nada importante
que decir, tal vez había aprendido por el camino difícil que las lecciones no
se enseñan sino por fuerza de esa ley no escrita del tropiezo y vuelta a
empezar o, simplemente, no tuviera
fuerzas para hacerlo.
El viejo comenzó a ejercer en mi una atracción magnética,
impulsaba a mi mente a elucubrar en que
historias habría detrás de ese cuerpo demasiado cansado de luchar. Cuantas
lecciones de vida habrían tras esas encallecidas manos, el peso de cuantos
reveses soportarían esos hombros un tanto arqueados, en que amores y desamores habría
detrás de esos brillantes ojos azules que, como un reducto de un pasado mas
dichoso, se resistían a reflejar su avanzada edad.
Ese armazón
testigo de un mejor pasado, trastoco mi
interior, descorcho esa fina capa impermeable tras la que tendemos a aislarnos
de las preguntas para las que no tenemos respuesta, me hizo pensar en lo nimio
de esas diatribas que consideramos importantes, a percibir por un instante el
verdadero sentido de la palabra miedo. Miedo a la irrelevancia, vértigo a desaparecer
de los corazones y las memorias de un mundo ingrato que un día nos convierte en
actores principales de la obra para arrojarnos al más triste de los olvidos
cuando nos volvemos incapaces.
El viejo dejo en mi una huella indeleble, tal vez, quiero
pensar necesitaba ser recordado y de alguna manera que se me escapa me uso para
perdurar, quien sabe…
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