El coche pareció encogerse, retraerse sobre sí mismo, como si
incluso el supiera de lo inevitable de este momento. Comencé a sentir un
extraño magnetismo, una imperiosa necesidad de disolverme sobre sus labios, de
olvidar que el mundo tiene sus reglas y que a veces sale caro transgredirlas.
Me embarque cual
Odiseo inocente en el viaje de sus labios, en la dulce fragancia de su cuerpo,
en esa misteriosa sensualidad que desprende su mirada. Me aleje con rumbo
incierto. Rendido,
disfrute del lento balanceo de sus labios sobre
los míos, soñé con perseguirlos hasta la frontera más alejada de su piel, hacia
el más recóndito escondrijo que su ropa escondía.
Me perdí en el
recuerdo de cada momento compartido, en cada sonrisa asomada al balcón de su
boca, a cada brillo de sus radiantes ojos; me perdí entre las rocosas costas de
mi deseo y desee encallar para siempre.
Fue un leve susurro, una puñalada en forma de palabra, un “Vale”
agridulce el que me hizo despertar, recordar que los ángeles les están vedados
a los simples mortales. Fueron tan solo cuatro letras las que rompieron la inconsciencia
de la pasión y desterraron este momento a un estrecho y ajado baúl llamado
recuerdo.
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