domingo, 26 de mayo de 2013

Tímida Lagrima

  Aun recuerda con lágrimas en los ojos aquellos momentos de impotencia, aquella noche en la sierra con la única compañía de esa reata de mulas y el viento silbando entre las montañas del puerto de la cadena. Todavía 60 años después se empañan los ojos de un  anciano que ha sido capaz de vencer al infortunio cuando recuerda  sus recién cumplidos 15 años y  la pesada carga que es tener  que cuidar de una familia en apuros. Yo, aun recuerdo como la salita enmudeció ante la voz de un anciano que nunca se nos había mostrado tan  vulnerable y digno a la vez.
Cuando arranco a hablar los demás enmudecimos, no estábamos acostumbrados a esa sinceridad; si lo pienso bien el abuelo nunca había nos había contado muchas cosas de su infancia, era como si hubiera sacrificado lo que fue por un presente mucho más seguro, una estampa mucho más digna, un abuelo que nuca fue joven, ni niño, una figura ajena a nuestras luchas mundanas, lejano a nuestros quehaceres. Quizá era solo que  supiera que abrir la caja de los recuerdos tan solo traería lágrimas y recuerdos dolorosos, recuerdos de manos encallecidas y jornadas interminables en la sierra con la única compañía de una pala y mucho tiempo para pensar. Tal vez temía que una vez abriera la boca esa bien construida fachada de seguridad  pudiera resquebrajarse y abrir paso a los fantasmas del pasado, a esa España en blanco y negro que fue la única que conoció.
Y sin embargo habló, arrancó de una manera tímida, casi entre susurros, pero, poco a poco como si los recuerdos fueran tomando forma nos hablo de su pueblo natal, de su madre, de costumbres que en aras de nuestro progreso se han ido perdiendo y nos parecen ya lejanas, ajenas, casi de libro de historia. Nos contó mil y una aventuras, cientos de penurias superadas, nos dibujo un boceto de caseríos, de apodos y en definitiva de un mundo rural que nunca volverá pero al que debemos lo que somos.

Sentados en el sillón escuchábamos un tanto perplejos el arranque de sinceridad, el recuerdo que a pesar de los años pasados no había perdido ni un solo ápice de su dramatismo, un dramatismo alejado de los álgidos momentos de acción de las películas, teatro, novelas u otras ficciones más o menos cercanas a la realidad, un dramatismo casi cotidiano, el reflejo palpable de una España herida y que solo supo renacer de sus miserias a lomos de  la infancia de nuestros abuelos.       
Nuestros abuelos, esa generación que con el hambre como principal motivación fueron capaces de cosas que nos parecerían increíbles ahora y que para ellos tan solo  formaban parte de su más terrible cotidianidad, esa a la que ellos se  encontraban tristemente adaptados aunque no resignados. Esa España de miserias de casuchas de una sola pieza, de fogones de leña. Esa España rural de azada y lomo, de siegas y segadores, de camino polvoriento y un único traje de domingo. Ese país en el que un niño acompañado de sus mulas era capaz de recorrer la sierra murciana en la busca de un mañana sin hambre, de encontrar el pago para una noche menos fría y la recompensa de un futuro menos incierto.
Quizá no lo dijera con palabras, pero también nos transmitió una sensación de responsabilidad, la responsabilidad de no hacer vanos los esfuerzos de construir que nos legaron nuestros abuelos, de no olvidar que la infinita paciencia aderezada de ciertas gotas de inconformismo no constituye una elección, sino una responsabilidad, una deuda de sangre contraída con ellos.


Termino el relato y el abuelo volvió, se desvaneció ese jovenzuelo de pelo lacio engominado con brillantina hacia la nuca, regreso ese abuelo de segura y dulce mirada, regreso pero tan solo a medias , o quizá es que yo nuca vuelva a ser capaz de  mirarlo igual.

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