Aun recuerda con lágrimas en los ojos aquellos momentos de
impotencia, aquella noche en la sierra con la única compañía de esa reata de mulas
y el viento silbando entre las montañas del puerto de la cadena. Todavía 60
años después se empañan los ojos de un anciano
que ha sido capaz de vencer al infortunio cuando recuerda sus recién cumplidos 15 años y la pesada carga que es tener que cuidar de una familia en apuros. Yo, aun
recuerdo como la salita enmudeció ante la voz de un anciano que nunca se nos había mostrado
tan vulnerable y digno a la vez.
Cuando arranco a hablar los demás enmudecimos, no estábamos acostumbrados
a esa sinceridad; si lo pienso bien el abuelo nunca había nos había
contado muchas cosas de su infancia, era como si hubiera sacrificado lo que fue
por un presente mucho más seguro, una estampa mucho más digna, un abuelo que
nuca fue joven, ni niño, una figura ajena a nuestras luchas mundanas, lejano a nuestros quehaceres. Quizá era solo que supiera
que abrir la caja de los recuerdos tan solo traería lágrimas y recuerdos
dolorosos, recuerdos de manos encallecidas y jornadas interminables en la sierra con la única
compañía de una pala y mucho tiempo para pensar. Tal vez temía que una vez
abriera la boca esa bien construida fachada de seguridad pudiera resquebrajarse y abrir paso a los
fantasmas del pasado, a esa España en blanco y negro que fue la única
que conoció.
Y sin embargo habló, arrancó de una manera tímida, casi
entre susurros, pero, poco a poco como si los recuerdos fueran tomando forma nos
hablo de su pueblo natal, de su madre, de costumbres que en aras de nuestro
progreso se han ido perdiendo y nos parecen ya lejanas, ajenas, casi de libro de historia. Nos contó mil y una
aventuras, cientos de penurias superadas, nos dibujo un boceto de caseríos, de
apodos y en definitiva de un mundo rural que nunca volverá pero al que debemos
lo que somos.
Sentados en el sillón escuchábamos un tanto perplejos el
arranque de sinceridad, el recuerdo que a pesar de los años pasados no había perdido
ni un solo ápice de su dramatismo, un dramatismo alejado de los álgidos
momentos de acción de las películas, teatro, novelas u otras ficciones más o
menos cercanas a la realidad, un dramatismo casi cotidiano, el reflejo palpable
de una España herida y que solo supo renacer de sus miserias a lomos de la infancia de nuestros abuelos.
Nuestros
abuelos, esa generación que con el hambre como principal motivación fueron
capaces de cosas que nos parecerían increíbles ahora y que para ellos tan solo formaban parte de su más terrible
cotidianidad, esa a la que ellos se encontraban tristemente adaptados aunque no
resignados. Esa España de miserias de casuchas de una sola pieza, de fogones de
leña. Esa España rural de azada y lomo, de siegas y segadores, de camino polvoriento
y un único traje de domingo. Ese país en el que un niño acompañado de sus mulas
era capaz de recorrer la sierra murciana en la busca de un mañana sin hambre,
de encontrar el pago para una noche menos fría y la recompensa de un futuro menos
incierto.
Quizá no lo dijera con palabras, pero también nos transmitió
una sensación de responsabilidad, la responsabilidad de no hacer vanos los
esfuerzos de construir que nos legaron nuestros abuelos, de no olvidar que la
infinita paciencia aderezada de ciertas gotas de inconformismo no constituye
una elección, sino una responsabilidad, una deuda de sangre contraída con
ellos.
Termino el relato y el abuelo volvió, se desvaneció ese jovenzuelo de pelo lacio engominado con brillantina hacia la nuca, regreso ese abuelo de segura y dulce mirada, regreso pero tan solo a medias , o quizá es que yo nuca vuelva a ser capaz de mirarlo igual.
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