Comencé creyendo en el libre mercado y esa mano invisible de
un tal Adam que en el instituto (hace ya unos añicos) se afanó en enseñarnos la profe de economía. Esa mano que
de manera automática maneja los hilos de
este cotarro llamado economía, equilibrando la oferta y la demanda de productos
y servicios dejando a todo el mundo contento. A posteriori y ya como usuario,
he ido experimentando en carne propia esos llamados fallos del mercado , que
desembocan en situaciones de imperfecta competencia cuando, en un exceso de
celo liberal, dejamos al libre albedrío
a oferta y demanda sin más regulación que la invisible mano del amigo Adam; por
no hablar de los desequilibrios e injusticias sociales que provoca el fijar la
rentabilidad económica como único parámetro a seguir ante la decisión de
prestar o no un servicio, dejando de lado la rentabilidad social que este puede
tener, o simplemente los efectos redistribuidores de riqueza que puede generar.
Por otra parte y no
menos sangrantes me han parecido las políticas implementadas por los gobiernos de corte socialdemócrata que con una visión
nada racional en ocasiones, han burocratizado y creado enormes estructuras
organizativas que mas que agilizar los servicios los ha enlentecido y
encarecido los mismos, transmitiéndonos a nosotros, los ciudadanos de a pie ,la
sensación de que el autobús que pasaba cada cinco minutos por nuestro pequeño
pueblo ,el nuevo polideportivo municipal, el funcionario que nos atendía en la
ventanilla de una administración cualquiera y demás servicios que se prestaban
a cuenta de nuestros impuestos, no eran sino dádivas graciosas que este o aquel
partido repartía en aras de una prosperidad ilimitada y sin costes.
En esta dualidad he
navegado y navego, entre la certeza de saber que el Estado debe garantizar unos
mínimos que permitan la igualdad de oportunidades entre personas y territorios,
y esa duda de no saber donde está el límite entre lo que el estado debe proveer
y lo que a la iniciativa privada se deja, o lo que es lo mismo que cosas
consideramos básicas e irrenunciables para construir esa sociedad en la que
queremos convivir.
El otro día un amigo acudió a una clínica privada por una
dolencia que viene sufriendo ya desde algún tiempo y, tras deambular por
diversos especialistas sin ninguna solución acabó en una clínica en la busca de
la ansiada solución. El aspecto de la
susodicha era inmejorable; situada en una de las calles más transitadas y
céntricas de Murcia, con una señorita en
la recepción impecáblemente vestida y de modales exquisitos, un doctor que te
atiende sin las prisas y arrebatos típicos del Sistema Público y sin ni
siquiera retrasarse un minuto de la hora estipulada para la cita. En principio
todo parece perfecto; pero…ringgggggg!!! El despertar del sueño llega cuando,
tras una consulta de la que sale
completamente esperanzado por creer haber encontrado solución al problema, el
doctor le remite de nuevo a la impoluta señorita que le desglosa, ¡o triste
fortuna! , el desorbitado presupuesto a
pagar por la cura de su enfermedad.
Siempre había creído que vivía en un Estado que amparaba a
los más débiles, un Estado que posibilitaba que las personas en situaciones
difíciles no tuvieran que verse a merced de gente que, traficando con la
vulnerabilidad se enriquecieran de una forma que aunque legal no por ello
alcanza la categoría de moral. Me paré a reflexionar y caí en la cuenta de que
nunca me había parado a pensar en la cantidad de gente que durante años ha
podido sufrir situaciones similares o posiblemente más graves. Personas que
atrapadas en una espiral diabólica pudieran haber sido excluidas del derecho a
la salud y que como resultado de esta exclusión se hubieran visto imposibilitados
a trabajar o prosperar económicamente. Reflexionando llegue a la conclusión de
que el borde que separa a la gente excluida de nosotros los que nos consideramos
“normales” son tan solo unos mililitros de mala suerte.
Quizá la sanidad pública tenga sus fallos, quizá tengamos
que replantearnos el sistema para hacerlo sostenible, implementar mecanismos que nos permitan mejorar su
funcionamiento pero siempre sin perder de vista el horizonte que hemos de
perseguir y es que la gente que constituimos esta sociedad no nos sintamos
desamparados en ningún momento.
Al principio del texto exprese mis dudas entre cuales son
los límites entre lo público y lo privado, entre donde está el límite entre lo
que el Estado debe cubrir y lo que se debe dejar a la iniciativa privada y en
muchos casos aun no tengo la respuesta pero he llegado a la conclusión de que
una de las líneas rojas que toda sociedad que se pretenda evolucionada no debe
pisar es su sanidad pública, una sanidad pública fuerte y con resortes para
estar a la vanguardia de la técnica, una sanidad de la que podamos sentirnos
orgullosos y de la que no tengan que no tengan que huir los mejor preparados
para ejercer de mercenarios al servicio de unos pocos.
Tengo claro que uno de los indicadores más fiables para
medir el desarrollo de una sociedad es la calidad sostenible de su sanidad y en
esto siento decir que tenemos muchas asignaturas pendientes para septiembre.
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