domingo, 27 de enero de 2013

SUSTO O MUERTE


  Comencé creyendo en el libre mercado y esa mano invisible de un tal Adam que en el instituto (hace ya unos añicos) se afanó en  enseñarnos la profe de economía. Esa mano que de manera automática  maneja los hilos de este cotarro llamado economía, equilibrando la oferta y la demanda de productos y servicios dejando a todo el mundo contento. A posteriori y ya como usuario, he ido experimentando en carne propia esos llamados fallos del mercado , que desembocan en situaciones de imperfecta competencia cuando, en un exceso de celo liberal,  dejamos al libre albedrío a oferta y demanda sin más regulación que la invisible mano del amigo Adam; por no hablar de los desequilibrios e injusticias sociales que provoca el fijar la rentabilidad económica como único parámetro a seguir ante la decisión de prestar o no un servicio, dejando de lado la rentabilidad social que este puede tener, o simplemente los efectos redistribuidores de riqueza que puede generar.
    Por otra parte y no menos sangrantes me han parecido las políticas implementadas por los gobiernos  de corte socialdemócrata que con una visión nada racional en ocasiones, han burocratizado y creado enormes estructuras organizativas que mas que agilizar los servicios los ha enlentecido y encarecido los mismos, transmitiéndonos a nosotros, los ciudadanos de a pie ,la sensación de que el autobús que pasaba cada cinco minutos por nuestro pequeño pueblo ,el nuevo polideportivo municipal, el funcionario que nos atendía en la ventanilla de una administración cualquiera y demás servicios que se prestaban a cuenta de nuestros impuestos, no eran sino dádivas graciosas que este o aquel partido repartía en aras de una prosperidad ilimitada y sin costes.
    En esta dualidad he navegado y navego, entre la certeza de saber que el Estado debe garantizar unos mínimos que permitan la igualdad de oportunidades entre personas y territorios, y esa duda de no saber donde está el límite entre lo que el estado debe proveer y lo que a la iniciativa privada se deja, o lo que es lo mismo que cosas consideramos básicas e irrenunciables para construir esa sociedad en la que queremos convivir.
   El otro día  un amigo acudió a una clínica privada por una dolencia que viene sufriendo ya desde algún tiempo y, tras deambular por diversos especialistas sin ninguna solución acabó en una clínica en la busca de la ansiada solución. El aspecto  de la susodicha era inmejorable; situada en una de las calles más transitadas y céntricas de Murcia,  con una señorita en la recepción impecáblemente vestida y de modales exquisitos, un doctor que te atiende sin las prisas y arrebatos típicos del Sistema Público y sin ni siquiera retrasarse un minuto de la hora estipulada para la cita. En principio todo parece perfecto; pero…ringgggggg!!! El despertar del sueño llega cuando, tras una  consulta de la que sale completamente esperanzado por creer haber encontrado solución al problema, el doctor le remite de nuevo a la impoluta señorita que le desglosa, ¡o triste fortuna! , el desorbitado presupuesto  a pagar por la cura de su enfermedad.
Siempre había creído que vivía en un Estado que amparaba a los más débiles, un Estado que posibilitaba que las personas en situaciones difíciles no tuvieran que verse a merced de gente que, traficando con la vulnerabilidad se enriquecieran de una forma que aunque legal no por ello alcanza la categoría de moral. Me paré a reflexionar y caí en la cuenta de que nunca me había parado a pensar en la cantidad de gente que durante años ha podido sufrir situaciones similares o posiblemente más graves. Personas que atrapadas en una espiral diabólica pudieran haber sido excluidas del derecho a la salud y que como resultado de esta exclusión se hubieran visto imposibilitados a trabajar o prosperar económicamente. Reflexionando llegue a la conclusión de que el borde que separa a la gente excluida de nosotros los que nos consideramos “normales” son tan solo unos mililitros de mala suerte.
  Quizá la sanidad pública tenga sus fallos, quizá tengamos que replantearnos el sistema para hacerlo sostenible, implementar  mecanismos que nos permitan mejorar su funcionamiento pero siempre sin perder de vista el horizonte que hemos de perseguir y es que la gente que constituimos esta sociedad no nos sintamos desamparados en ningún momento.
  Al principio del texto exprese mis dudas entre cuales son los límites entre lo público y lo privado, entre donde está el límite entre lo que el Estado debe cubrir y lo que se debe dejar a la iniciativa privada y en muchos casos aun no tengo la respuesta pero he llegado a la conclusión de que una de las líneas rojas que toda sociedad que se pretenda evolucionada no debe pisar es su sanidad pública, una sanidad pública fuerte y con resortes para estar a la vanguardia de la técnica, una sanidad de la que podamos sentirnos orgullosos y de la que no tengan que no tengan que huir los mejor preparados para ejercer de mercenarios al servicio de unos pocos.
  Tengo claro que uno de los indicadores más fiables para medir el desarrollo de una sociedad es la calidad sostenible de su sanidad y en esto siento decir que tenemos muchas asignaturas pendientes para septiembre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario